La ciudad se cubre de blanco. Millones de copos helados caen sobre las veredas de la ciudad. El ejército de ciudadanos se recluye en sus hogares, al abrigo de las estufas y de cualquier otro artilugio que irradie el suficiente calor para obnubilar sus mentes y permitirles descansar tranquilos, en la modesta hipocresía urbana.
Hipocresía que se conjuga en el verbo olvidar; infinitivo funesto de todas las lenguas, que condena a las personas a la soledad del mundo en el que vivimos.
La ciudad se cubre de blanco. Niños y adultos se dedican al sacro arte del juego pueril e inocente. Muñecos, torres y proyectiles que se lanzan como bólidos contra el pecho de algún transeúnte desprevenido. La misma nieve, la misma historia. No hubo ningún hombre de apellido compuesto por una vocal y tres consonantes que pincele con sus letras el vivo retrato de esta Buenos Aires vestida de novia a la vieja usanza. Ni tampoco ningún hombre que clame con fervor por una matutina Buenos Aires sorprendida, de calles escarchadas y hielos cayendo desde las rebosantes nubes de pálido gris.
Hipocresía que se conjuga en el verbo olvidar; infinitivo funesto de todas las lenguas, que condena a las personas a la soledad del mundo en el que vivimos.
La ciudad se cubre de blanco. Niños y adultos se dedican al sacro arte del juego pueril e inocente. Muñecos, torres y proyectiles que se lanzan como bólidos contra el pecho de algún transeúnte desprevenido. La misma nieve, la misma historia. No hubo ningún hombre de apellido compuesto por una vocal y tres consonantes que pincele con sus letras el vivo retrato de esta Buenos Aires vestida de novia a la vieja usanza. Ni tampoco ningún hombre que clame con fervor por una matutina Buenos Aires sorprendida, de calles escarchadas y hielos cayendo desde las rebosantes nubes de pálido gris.
En la soledad de mi mente, el amplio juego de contradicciones lidian por establecer el control total sobre mi cuerpo; un todo complejo, formado por diminutas partes que suman la totalidad de la esencia de mi ser. Mi cuerpo es el campo de batalla, donde se izaron los pendones de la frivolidad hipócrita y de la profunda conmiseración.
Sin embargo, las cavilaciones de mi mente son ajenas a la vida real. Pareciera ser que un espectro místico y metafísico cubre con un velo mis ojos, e insensatamente dejo que ese velo oscuro me aleje del dolor terrenal. Pero en el mismo suelo donde mis pies se afirman, varias imágenes se proyectan: latones ardientes de maderas pobres y papeles arrojados a la calle; hombres, mujeres y niños con trémulas manos extendidas hacia los mismos latones, esperando encontrar en el calor refractado alguna respuesta, alguna ayuda, algún gesto de orgullosa humanidad. Pero… la humanidad ha desaparecido. El sueño fugaz de amor y generosidad se esfumo. La calle, el lecho maltrecho y helado sobre el que descansan las penas y las vidas de miles de personas sigue siendo el hogar en donde se espera alguna certeza dentro de tanta incertidumbre. Y yo… soy un imbécil. Sigo en la búsqueda de mi camino y sigo soñando los sueños de sujetos que perecieron hace tiempo. Sigo creyendo en la epopeya homérica del hombre invisible, aquél que vive en la voz de los hombres y para todos los hombres, cantando a verso libre sus dolores y penurias. Mientras las veredas ofician de ataúdes, sigo recorriendo las calles parisinas, o las praderas de la vieja Praga repleta de fantasmas. Sufro por lo que no sufro, y por ello soy un imbécil. Soy un imbécil que hace veintisiete minutos leyó a un controvertido alemán, y que sacraliza sus palabras como las leyes universales que dominan los hilos de la humanidad. Si, soy un imbécil. Un imbécil recluido en mi hogar al abrigo de la estufa, la misma que obnubila mi mente, y me hace descansar tranquilo en la misma hipocresía urbana que critico. Por ello, mis inquisidores, soy un imbécil.
Sin embargo, las cavilaciones de mi mente son ajenas a la vida real. Pareciera ser que un espectro místico y metafísico cubre con un velo mis ojos, e insensatamente dejo que ese velo oscuro me aleje del dolor terrenal. Pero en el mismo suelo donde mis pies se afirman, varias imágenes se proyectan: latones ardientes de maderas pobres y papeles arrojados a la calle; hombres, mujeres y niños con trémulas manos extendidas hacia los mismos latones, esperando encontrar en el calor refractado alguna respuesta, alguna ayuda, algún gesto de orgullosa humanidad. Pero… la humanidad ha desaparecido. El sueño fugaz de amor y generosidad se esfumo. La calle, el lecho maltrecho y helado sobre el que descansan las penas y las vidas de miles de personas sigue siendo el hogar en donde se espera alguna certeza dentro de tanta incertidumbre. Y yo… soy un imbécil. Sigo en la búsqueda de mi camino y sigo soñando los sueños de sujetos que perecieron hace tiempo. Sigo creyendo en la epopeya homérica del hombre invisible, aquél que vive en la voz de los hombres y para todos los hombres, cantando a verso libre sus dolores y penurias. Mientras las veredas ofician de ataúdes, sigo recorriendo las calles parisinas, o las praderas de la vieja Praga repleta de fantasmas. Sufro por lo que no sufro, y por ello soy un imbécil. Soy un imbécil que hace veintisiete minutos leyó a un controvertido alemán, y que sacraliza sus palabras como las leyes universales que dominan los hilos de la humanidad. Si, soy un imbécil. Un imbécil recluido en mi hogar al abrigo de la estufa, la misma que obnubila mi mente, y me hace descansar tranquilo en la misma hipocresía urbana que critico. Por ello, mis inquisidores, soy un imbécil.
Valentín Borlazno
Lomas de Zamora, 09 de julio de 2007
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