I
Todas las mañanas despierto con ácido
amargo en la garganta, quebrada de
humos y gemidos que ahogan
el llanto
en una repulsa fuerte
de improperios.
Despierto entre el éxtasis del dolor
prójimo y la insensatez del suicida
quien cercena su vida sobre
putrefacción y odios,
para gritar, gritar.
Gemidos de prostituta, sucia e impía.
Horrible, tan horrible como el olor
a guerra
- SANGRE, CARNE, GUSANOS, MIEDO -
Para odiar, gritar, gritar y gemir nuevamente
estertores, desastres.
Escupiendo pérfidas gotas de
cicuta entre palabras y aullidos,
helando almas y amores.
Imbécil… Imbécil…
II
Derramo odios como sangre por
mis vísceras, como peste exhalada
por mis pulmones, infestos de
heces;
Imbécil, derramo sangre, esgrimo
versos imperfectos que callan.
Callan horizontes, fantasmas.
Caníbales de sí, gustan de engullir
sentimientos y pasiones,
palabras y silencios malversos.
Fieros, gallardos, imbéciles.
Imbéciles, sinónimo de nosotros,
quienes dejamos callar los versos en
el banquete antropófago de la
muerte del poema.
III
Presiono fuerte el grafito, ebrio,
embebido en lágrimas.
IV
Redención en la perversidad
en la herida profunda del desinterés,
en la gota de olvido que vierto.
El cuerpo inundado de melodías
(austeras, monstruosas)
con cabezas de serpiente
y cuerpo de insecto infernal,
esculpido de vellos, cubierto de esporas
inmundicias
Inmundicias como el recuerdo y como la voz
perforante, torturante, terrible que grita:
“IMBÉCIL, IMBÉCIL, IMBÉCIL”.
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